Rara vez le digo que no a la última copa. Pero esta vez no quería. Temblaba de miedo. No le temía a la resaca. Simplemente no quería morir, o por lo menos no hoy.
Mi grupo es bastante especial. No le decíamos que no a la última copa ni a ninguna zona. Si había una fiesta o alguna mujer que nos llamaba la atención se borraban los límites. Esa mentalidad nos dejo muy buenos cuentos y algunos malos. Por ejemplo, era un viernes cualquiera. Teníamos ron y un animo juvenil que no volverá. Como siempre se discutía en que casa se bebía. Cuando uno de los muchachos dice que esta saliendo con una chica. Que lo acompañemos. 45 minutos después terminamos en una manga de coleo en Guatire.
(El tema del maltrato animal no viene al caso. No hablare de él. Fue algo que hice de joven, que ya no haría. Hoy estoy en contra de este tipo de actividades)
Era obvio que éramos turistas, a leguas se veía. Pero para nosotros era una fiesta más. El coleo era lo de menos. Había una zona de baile, la carne en vara, los carros, el ambiente… Estoy seguro que la mayoría ni se acercó a la zona de coleo.
Todo iba bien. Hicimos amigos. Bebimos. Todo bien, hasta que pensé que me querían apuñalar. El mal llamado deporte consiste en que sueltan a un toro en una pista y varios jinetes tienen que tumbarlo. Si es feo. La pista es una recta de 200 metros. Sin gradas. La gente se sienta en las barandas. Los más aventureros se lanzan a la pista hasta que salen los caballos y el toro, en ese momento corren a encaramarse en los pocos espacios que quedan en la baranda.
Eran las últimas corridas. Por primera vez nos acercamos a ver como era el coleo. Había demasiada gente. Imagina un concierto, pero con un canal en el medio donde corren unos caballos que persiguen a un toro. Logramos encontrar unos puestos en la baranda. Yo me quedo cuidándolos y mis amigos se van a comprar cerveza.
Nadie entra, nadie sale.Ni en la baranda ni en la pista hay espacio. Entre los arriesgados que se lanzan a la pista hay un chico que tiene una pinta que da miedo.Es de esas personas que si ves en la calle cambias el rumbo o le entregas el celular
Suelta al toro, corren los caballos. Hay mucha gente en la pista y muy poco espacio en las baranda. La gente empieza a correr buscando un lugar para treparase, para salvarse. El bicho feo me ve, yo intento evitarlo. No le importa, simplemente corre hacia dónde estoy y me brinca encima. Cae entre mis piernas y se agarra de mi brazo. Los caballos y el toro ya pasaron, ese peligro se fue pero ahora tengo otro tipo de peligro encima, literalmente. Yo no dije nada, pero el ron que está dentro de mi dice: “Si te vas a subir invítame un trago”
Con cara de poco amigos, se baja y se aleja. Mientras se camina voltea a verme. Confirma que sigo en el mismo lugar. Pienso que va a buscar un cuchillo. Me va a matar. No me puedo mover porque hay demasiada gente. No tengo señal. A duras penas me logró bajar de la baranda. A punta de empujones me abro paso. Pero no llegue muy lejos. Una mano me agarra por el hombro. No es una mano amiga. Me agarra con fuerza, no quiere que siga caminando. Volteo y está él, con esa cara que ves antes de morir. Extiende su brazo y me da una botella de plástico. Fría, casi congelada. Olía a anís pero sabía a otra cosa, tenía escarcha y unas gomitas blancas que no supe identificar. Yo no le digo que no a la última copa. No quería preguntar. Bebí, brinde, nos reímos, nos abramos y me fui. No sé qué fue lo que tomé. Todavía me pregunto si era mejor la puñalada.